El derecho a la ciudad
Por Horacio González *
Se escucha en diversos ambientes el pensamiento de “recuperar la ciudad”. De la ciudad de Buenos Aires se trata. De la huraña, la enigmática, la conjetural ciudad de los porteños. La ciudad que alguien gobierna pero que nadie tiene. ¿Pero se conoce la ciudad? Desde hace muchos años suelen señalarse las diferencias sociales entre Norte y Sur, según el corte de la Avenida Rivadavia. En los últimos tiempos, se criticó el cercamiento clasista al que era sometida, al dificultarse los servicios médicos a los habitantes del conurbano. Mientras tanto, crecía la radicación de inmigrantes en nuevas localizaciones y las villas miseria se convertían en ámbitos de especulación inmobiliaria reflejando al capitalismo urbano realmente existente. Si por un lado se construía el Malba y el entrepreneur Alan Faena se ubicaba en el atolón de Puerto Madero, por otro se acentuaban los procesos laborales de servilismo, siniestros vasallajes cercanos a la mano de obra esclava.
Las tesis del urbanismo crítico de los años ’60 insistieron en que la ciudad era un medio de reproducción colectivo de la fuerza laboral, y que eso la caracterizaba por entero. Manuel Castells, uno de los promotores de esa idea, acabó descartándola al comprender que una ciudad es una obra de la imaginación colectiva, no producto inmediato de los modos reproductivos del capital en su necesidad de mano de obra. Por ejemplo, Pueblo Liebig, ciudad entrerriana a orillas del río Uruguay, podía haberse considerado una ciudad de esa índole, girando toda su actividad en torno del frigorífico. Pero en realidad, toda ciudad comienza su vida efectiva cuando se desprende de esa servidumbre respecto de un sistema productivo excluyente, que convertiría sus formas de comercio, circulación cultural, vivienda, salud, educación, etc., en superestructuras de consumo alrededor de su producción centralizada. El frigorífico ya no está y Pueblo Liebig subsiste como enclave turístico, un tanto fantasmal. La nostalgia, el humor triste, llevó a erigir allí el monumento al cornedbeef.
Pero, sin embargo, y sin que lo perciba, a pesar de sus milongas y sus plazas Cortázar, Buenos Aires es una simbólica ciudad-fábrica. Constituida por una plusvalía que se mide también en materia de tiempo laboral, como lo evidencian las horas pico del subterráneo, las estaciones Constitución, Once o Retiro con sus conocidas imposibilidades. Nombradas éstas de acuerdo con su grado de espesura y dramatismo, según el monto de obstáculo que oponen a los que circulan. Plusvalía temporal que pagan los trabajadores. El Obelisco es un hecho económico comunicacional (además de todo lo que se ha escrito sobre él, atinado o desatinado), porque significa “aquí está el centro”. Voluntad de conquista que sacude al conurbano y a todas las demás regiones con un dictamen de anexión y preponderancia. Una ciudad fábrica entendida como metrópolis central cree tener derecho a elaborar reclusiones de espacio y tiempo. Y junto a ello, a definir quiénes van a ser sus subalimentados, sus excluidos, sus masacrados. Lo que se reproduce es la sustracción del tiempo del habitar. Se imponen celdillas existenciales, como todo encuestador sabe muy bien. El habitar se torna sucedáneo de un hecho de consumo. Se puede saber cómo piensa la ciudad según dónde se vive, cuáles son los equipamientos domiciliarios.
El macrismo quiso desactivar a Buenos Aires convirtiéndola en sumas individuales de consumos de mercado; la piensa como si fuera el resultado de un frigorífico extinguido que estaba en su centro y por suerte dejó de funcionar, abandonando pellejos vacíos, aunque persisten funcionamientos serviles respecto de un centro de captura. Ciudad ya no laboral, sino una colmena oscura de habitantes atrincherados. Abandonó la idea, ingenua pero atendible, de la ciudad como centro cívico democrático y la confiscó con abstractos diseños comunicacionales, tal como una reciente publicidad hace con la ciudad de Claromecó. Gracioso es. El problema es que se piense así en el ejercicio de la política. El macrismo, no obstante, quiso mimetizarse con todo lo anterior: en un aspecto hasta remedó al “progresismo cultural”, en otro, a las policías científico-represivas y a sus servicios de información. Hizo un gobierno de facsímil y repetición: punteros importados del peronismo, simulacros de timbreos barriales, diálogos imaginarios con vecinos, previamente escritos en el gabinete de asesores. En general, deshistorización de la ciudad. En vez de memoria, design. En vez de justicia urbana y equipamientos públicos, atomización ciudadana. La trágica memoria de Cromañón tuvo una resolución de derecha, y la ciudad todavía debe otra reparación germinadora de vida a sus jóvenes sacrificados.
La ciudad macrista se parece a esas recorridas con fantasmales ómnibus turísticos que dicen city of books, a las bicisendas que cercenaron calles sin entender que se necesita una “voluntad maoísta” para crear masivos ciudadanos-ciclistas. Ellos vendrán, sin duda, pero su modelo de ciudad amigable es ahora una ciudad hosca, desnutrida, quizás a la espera de órdenes invisibles para salir de cacerolas. Coactiva, encerrada, con su flotilla de taxis a toda hora expandiendo una única conversación-mercancía, que gira entorno de la expectativa ansiosa de un putsch. Tal como Martínez Estrada lo percibió, mirando los picnics en los parques de los años ’30, aparentemente inocentes. O como Oscar Masotta lo imaginó en 1955, al escuchar en un cine de Flores los aplausos a ciertas escenas alusivas de Nido de ratas, con Karl Malden y Marlon Brando. Vaticinó: “Va a caer Perón”.
Sin saber que la ciudad habla y gime con rencor mientras no deja de pensarse como una utopía, es difícil tomarla como motivo de debate, incluso electoral. Vivimos uno de esos momentos y, más allá de la forma que adquiera la confrontación, será esencial decir que hay que reconstruir el derecho a la ciudad, tal como los urbanistas de las izquierdas sociales lo proclamaron ya hace mucho tiempo. Henri Lefebvre, bajo ese concepto, pensó ciudades como valor de uso, no como abstracciones publicitarias, capaces de desplegar nuevas políticas espaciales y de tiempo urbano liberado, creador. Este rango de utopismo es necesario ahora, porque es el que desentraña el sentido de las ciudades en el acto de construir viviendas, de plantear nuevas políticas de tierras, sanear sus ríos, reformar las policías, imaginar renovados servicios judiciales, urbanizar sus villas miseria sin plagiar éstas a las metrópolis gigantescas en un juego de espejos invertidos, estimular sus vanguardias culturales, recuperar sus viejos cines, volver atrás de la desmoralización urbana que proponen los shoppings centres para imaginar nuevas ferias modernas, desafío para diseñadores arquitectónicos de un nuevo linaje urbanístico. Y principalmente, la hipótesis de seguridad democrática que debe ser adoptada, haciéndola depender de una antropología de urbanización democrática, de una gran transformación en las artes y oficios en el sujeto urbano y suburbano.
Recomponer Buenos Aires es una empresa equivalente a una refundación material, moral, artística e intelectual. En toda gran metrópolis hay ciencias ocultas, clandestinidad y secreto. Estas evidencias no deben alcanzar su punto de fusión con la producción capitalista de la ilegalidad, que ya son formas de dominio fuertemente alienadas que afectan a la ciudad abierta. La hipótesis de “inclusión social” es generosa, pero debe ser acompañada del proyecto de cambiar también la ciudad –en el sentido de su cultura democrática y social–, en la que simultáneamente nuevos habitantes de pleno derecho se incluyan. La ciudad es una máquina incesante donde millones de acciones humanas se interrogan a sí mismas, por eso no debe quedar en manos de poderes que hagan de ese universo genérico un poder abstracto, un logotipo disciplinario. Las grandes tecnologías contemporáneas son manifestación de una urbe viva, no ésta de aquéllas.
Las colosales obras de ingeniería, la acción de una tuneladora o de grandes grúas deben ser decisiones políticas democráticas y no manifestación de un poder técnico que desconecte para siempre a la urbe de las lluvias o de la naturaleza. Los grandes puentes son la historia de la ciudad. El pavimento no es ocultación del suelo sino dialéctica cultural de la existencia urbana. El conurbano debe ser repensado en el sentido del urbanismo crítico, de nuevas vías de comunicación no radiales, de la justicia social y un mundo laboral-existencial volcado a un juego centro-periferia, intercambiable y sin subordinaciones, realmente emancipado. Hay que refundar también las ciudades periféricas del viejo conurbano, expandir fundaciones laterales, recrear sus aparatos educativos mediante una gran reforma pedagógica que realce las formas de vida suburbanas a la luz de nuevos descubrimientos culturales universalistas. Hay que ir hacia el sur, el oeste y el norte de la Región Metropolitana, hacia todo el cuadrante de las aguas y los vientos, hacia el Río de la Plata, con nuevas hipótesis habitacionales y de socialización de las tecnologías del vivir intervinculante.
Para replantear a Buenos Aires, es posible convocar a una vasta familia de arquitectos e ingenieros; demógrafos, sanitaristas y antropólogos; críticos literarios, técnicos, sociólogos, psicólogos y novelistas; cineastas, políticos e informáticos de nuevas estirpes, las profesiones de la construcción y la imaginación, ésas y otras, que están destinadas a repensar las ciudades por el trabajo, el arte y la política. Existe el saber de los que trabajaron y trabajan con la materia viva popular y los símbolos literarios de vanguardia, los que ya se empeñaron y se siguen empeñando en la tarea, como los arquitectos Bereterbide, Marcos Winograd, Juan Molina y Vedia. En esas filas trabajaron y trabajan también los que se ocuparon de escribir la ciudad, como Roberto Arlt, Borges, Scalabrini Ortiz, David Viñas. Es en esta época, no otra, donde esto, además de poder ser discutido, se preste al sentimiento de que es posible otro habitar y otro convivir en la ciudad de Buenos Aires.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.